miércoles, 2 de enero de 2008

De vez en cuando un romance

¡Abenámar, Abenámar,
moro de la morería,
el día que tú naciste
grandes señales había!.
Estaba la mar en calma,
la luna estaba crecida:
moro que en tal signo nace
no debe decir mentira.
Allí respondiera el moro,
bien oiréis lo que decía:
- No te la diré, señor,
aunque me cueste la vida,
porque soy hijo de un moro
y de una cristiana cautiva.
Siendo yo niño y muchacho,
mi madre me lo decía:
que mentira no dijese,
que era grande villanía.
Por tanto, pregunta rey,
que la verdad te diría.
-Yo te agradezco Abenámar
aquesta tu cortesía
-¿Qué castillos son aquellos?
Altos son y relucían.
- El Alhambre era, señor,
y la otra la mezquita,
los otros los Alixares
labrados a maravilla.
El moro que los labraba
cien doblas ganaba al día
y el día que no los labra
otras tantas se perdía.
El otro es el Generalife,
huerta que par no tenía.
El otro, Torres Bermejas,
castillo de gran valía.
Allí habló el rey don Juan,
a una mora cautiva
que andaba con su cortejo
y bien oiréis lo que decía:
- Si tú quisieras Granada,
contigo me casaría.
Dárete en arras y dote
a Córdoba y a Sevilla.
- Casada soy rey don Juan,
casada soy, que no viuda.
El moro que a mí me tiene
muy grande bien me quería.

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