sábado, 10 de mayo de 2014

HISTORIAS DESDE EL MIRADOR




   Cuando entras en contacto con la muerte ya nada vuelve a ser igual. Desde ese momento, la memoria y el recuerdo quedan impregnados por su sello, incapaces de recordar nada que no esté sellado por ella...

    La memoria de los seres queridos se atasca en su última imagen, la que ha dejado la muerte a su paso: descompuesta, fea y gélida. Los seres amados ya no vuelven a recuperar  sus sonrisas ni sus gestos habituales en nuestra memoria. Sólo queda el gesto agónico, final y amargo de la muerte. El estertor último, los ojos desorbitados, secos, sin líquido vítreo que pega los párpados al cristalino. La mano fría e inerte que se relaja en el instante decisivo en que se abandona la vida.

   Por eso, a veces, nos vemos obligados a recurrir a las viejas fotos, a los álbumes arrinconados para recuperar aquella figura amada y sonriente que recordamos vagamente. Unas veces lo conseguimos: recomponer su gestos habituales y sus  tics  y sus manías. Otras nos resulta imposible. Pero he descubierto una entrada secreta: los ojos. Si miramos a los ojos de los retratados a veces nos dejan entrar en su interior de vivos para poder entenderlos mejor ahora que están muertos.  Seguramente la fotografía fue creada con ese destino de mostrarnos los ojos de ellos vivos a los vivos que horas, días, meses después miraremos esa foto.

   Ha pasado la muerte y ha trastocado todo. Y se ha llevado la belleza que envolvía a nuestros seres queridos. Es inevitable y desesperante. Pero sólo podemos enrabietarnos y maldecir al aire, seguramente en vano..


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