martes, 4 de septiembre de 2007

Conversaciones con el bandolero

Nadie se acostumbra a la soledad. El bandolero, a veces, baja del mundo buscando la compañía urbana y recorre los soportales de la villa mezclado en una muchedumbre ciega y apresurada que no siempre sabe dónde va... Cuando se sumerge en esa marejada humana, le da el vértigo como si estuviera en un carrusel que nunca se detiene. Mira, entonces, a los urbanitas desde una esquina e intenta contener su desprecio por esa multitud siempre angustiada por la prisa, que no saber el cielo.

A veces siente la necesidad de gritarles, s´ñalarles el árbol asfixiado del bulevar o el multicolor escaparate de una floristería... Pero están ciegos. Entonces decide perderse en el parque donde las ardillas han perdido el miedo al hombre y cruzan el paseo acaparando nueces.

El bandido se sienta en un banco de madera, junto a un anciano que alimenta palomas blancas. Cuando, satisfechas, emprenden el vuelo, el viejo se ve despojado de repente de su objetivo, de su motivo para estar en el parque. Fija su vista en el bandolero.

- Aquí, perdiendo el tiempo de mi jubilación. Ya ve...

El bandolero le sonríe, convencido de que quienes pierden el tiempo son los cretinos que, al otro lado de la verja del parque, cruzan la ciudad sin verla, rebasan los comercios sin mirarlos y se protegen del sol para no sudar sus camisas recién planchadas y sus estirados trajes de grandes almacenes. Son los mismos que acortan su camino, atajando por el parque, sin percibir el olor de la hierba, sin ver los árboles en otoño y arrollando a las ardillas enfrascadas en atesorar nueces...

El bandolero se limpia el sudor con la manga de su camisa arrugada y pone su mano sobre el hombre del anciano, que rebusca en sus bolsillos migas de pan y cacahuetes rancios para ver si vuelven las palomas...

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