lunes, 15 de octubre de 2007

Historias desde el mirador

Sabía la vida y milagros de todo el que vivía en el pueblo. Pasaba las horas sentada tras los visillos, viendo pasar a los vecinos por delante de su ventana. Para estar mejor enterada de todo bajó su dormitorio a la planta baja y lo colocó en el oficce vecino a la cocina. El piso de arriba sólo lo utilizaba para bañarse y arreglarse a diario. El resto del día lo pasaba sentada junto a la ventana mirando a través de los finos visillos de encaje y casi a oscuras. Así nadie la veía desde fuera. Apenas salía de casa sino era para comprar los alimentos básicos. Y pocas personas sabían su nombre. Le llamaban "La cotilla" y mantenían distancias con alguien que parecía incrustado en sus vidas. Más bien la ignoraban.

Incrustada realmente en la vida de los demás, las conocía al dedillo. La farmaceútica estaba liada con el impresor después de un divorcio traumático, pero aún no se habían decidido a vivir en pecado. Nadie salvo ella lo sabía en el pueblo.

Como nadie sabía del hijo secreto que tenía Carmen, la del estanco, y que estudiaba en la capital. Fue a parir lejos del pueblo, diciendo que se iba a estudiar Comercio para llevar mejor el establecimiento de su padre. El niño se lo encomendó a una prima que lo cuidó casi como suyo, gracias al dinero que Carmen le enviaba desde el pueblo. Y siempre decía a los paisanos visitantes que era su ahijado, y que sus padres viajaban con frecuencia por lo que pasaba cortas temporadas con ella.Al llegar a la edad escolar, metió al niño en un internado donde le visitaba cada fin de semana, alegando que se iba a la capital a ver teatro.

En cuanto a Eduardo, el médico, los vecinos tenían una vaga idea de que estaba destinado en el pueblo como un castigo que llevaba con resignación. Pero ella sabía que en la capital se le había muerto un paciente por una negligencia y estuvieron a punto de impedirle ejercer su profesión. Por eso ella nunca iba a este médico y prefería ir a la capital donde le atendía un médico de guardia del hospital. Y sabía lo de Juana, y lo de Paco, y lo de...

Un día los vecinos se dieron cuenta de que los visillos no se movían desde hacía tiempo y de que llevaba tiempo sin salir a la capital a ver al médico, para conseguir las recetas de la seguridad social. La verdad es que a nadie le importaba demasiado su estéril existencia. Pero tanta quietud en su casa alarmó a todos. Y decidieron ir a ver qué le pasaba. La puerta estaba sin cerrojo, como las del resto del pueblo. Y ella estaba allí, sentada tras los visillos con los ojos muy abiertos, vigilando la calle desde la opacidad de una mirada congelada. Les costó estirarla para meterla en el ataúd. Estuvo demasiados días mirando el pueblo, sin mirar, desde la mecedora. Pero ya no se enteró de que Carmen había traído a su hijo al pueblo, para que le ayudara en el estanco.

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